Basta con hacer una búsqueda en internet para encontrarnos con miles de recomendaciones para mejorar una relación de pareja.
Es verdad que hay cuestiones, como la comunicación, la transparencia, la flexibilidad o la responsabilidad afectiva que pueden tener un impacto positivo a nivel individual y en la pareja. Pero, partiendo de que es complicado dirigir la evolución de una relación desde la iniciativa individual, la cuestión es más complicada y el complejo de heroína difícilmente se sostiene. Además, ¿por qué alguien cambiaría si está contento con cómo es?
¿Podemos hacer que nuestra pareja se convierta en su mejor versión?
La palabra hacer ya implica actividad. Por lo tanto, parece lógica una pregunta previa, ¿deberíamos intentar que nuestra pareja cambie? ¿Tenemos derecho a querer cambiarla? ¿De dónde debe partir ese deseo de cambio?
Para responder a estas cuestiones, empecemos por pensar en el origen de este deseo de cambiar a nuestra pareja. Las mujeres, cuidadoras primarias de los bebés, tienden a tener conductas más maternales, como la preocupación, el cariño o los cuidados. En ocasiones, incluso, ponen las necesidades del otro por encima de las propias.
No es difícil pensar en relaciones en las que la mujer ocupe el lugar de pareja a la vez que hace de madre, lo cual, a nivel inconsciente y del complejo de Edipo, tiene un sentido, pero a nivel relacional, puede generar malestar en la pareja. Pues la otra persona, en principio, no busca otra madre, sino una pareja, un par, una igual. Igual que una mujer a priori no busca un hijo en su pareja.
Ahora bien, es importante ser conscientes de que hay algunas personas que de forma inconsciente demandan esos cuidados, generando dinámicas que a la larga generan mucho desgaste en el proveedor.
Teniendo en cuenta estas características más femeninas, no podemos obviar que el deseo de cambiar a nuestra pareja puede tener que ver con este rol de cuidar y orientar a ese otro “indefenso”.
Pero, ¿qué dice de mí que quiera potenciar “su mejor versión”?
Entramos en un terreno delicado. Pensar que sabemos lo que le conviene al otro mejor que él mismo o lo que le ayudaría a estar mejor es asumir una posición de superioridad, casi de omnisciencia. Indudablemente, nos pueden doler mucho determinadas conductas autodestructivas que identifiquemos en nuestra pareja, y es lícito el deseo de querer erradicarlas.
La intención de esta reflexión no es desanimar a aquellos que quieren ayudar, pero el deseo de salir de ese agujero, ¿debería venir de nosotros?
Bienvenidos, al complejo de heroína. Querer salvar a la otra persona a pesar de que quizá no quiera ser salvado o tenga que salvarse a sí misma.
Como describe Fedida en el diccionario de psicoanálisis, la omnipotencia es una noción que hace referencia a la creencia infantil inconsciente que sobredimensiona el poder de nuestros pensamientos, deseos y a acciones (1979). Es decir, creer que tenemos la capacidad de controlar o modificar a partir de nuestros propios deseos. Esos cambios que parecen tan oportunos, que convertirían al sapo en príncipe, nacen de nuestros deseos.
Además, ¿soy yo una princesa? Alejemos esa exigencia del otro, y también de nosotros. Claro, me encantaría que mi pareja hiciera deporte por las mañanas porque sé que le vendría fenomenal para generar serotonina, tendría un día más productivo y, seguramente, sería algo más feliz. Pero ¿y si mi pareja necesita esa hora extra de sueño? No es esa versión idealizada que yo he creado en mi cabeza; ni lo es ni lo será.
¿Estar en pareja nos cambia de alguna forma?
Sí, por supuesto que el otro va a tener que realizar cambios para adaptarse al ritmo que queremos marcar juntos, pero también los vamos a tener que hacer nosotros. Esto no es malo; todos ajustamos nuestro comportamiento al contexto, y la pareja también es un contexto.
Como comentan Bautista, Castillo y Torres en 2022, el estar en pareja tiene un impacto en nuestro autoconcepto, “los gestos positivos o negativos de la pareja afectan al valor que una persona se atribuye a sí misma”.
Hay una inclusión del otro en el yo y por eso en pareja, algo del yo, de la individualidad, se pierde (Bautista, Castillo y Torres, 2022). Esto ocurre en todas las relaciones, ya sean de pareja o de amistad. No estamos en una relación en la misma forma en la que entramos, ni tampoco salimos de ella igual. Sin embargo, esto es una cosa y creer que nosotros podemos cambiar a nuestra pareja es otra muy distinta.
¿Y si no puedo cambiarlo, qué hago entonces?
De manera ideal, la pareja funciona porque conseguimos alcanzar acuerdos. Si no puedo y no debo cambiarle, aceptar esos aspectos que nos encantan de nuestra pareja, junto con aquellos que no nos gustan tanto, es fundamental y necesario.
En el caso de que la forma de ser de la pareja no sea tolerable, tenemos la opción de irnos antes de arriesgarnos a gastar un montón de recursos para intentar convertirla en la persona que necesito, pues no tenemos ese poder ni ese derecho.
Si bien Freud describía que los pacientes se curan a través del amor, esto es en un contexto encuadrado y en el que la persona voluntariamente accede. Además, de referirse al amor de transferencia.
El amor de pareja no potencia necesariamente lo mejor de nosotros. En ocasiones, incluso, actúa como un agente erosivo que lacera nuestra piel emocional, genera dolor o reabre heridas, exponiendo nuestras partes más vulnerables (mecanismos de defensa, remueve traumas, etc.).
Queremos convertir al sapo en príncipe para que se amolde a nuestras necesidades, lo que no es posible. Así, guardemos la capa de heroína en un cajón, no la vamos a necesitar próximamente. Saquemos del desván el respeto por la autonomía de nuestra pareja.