Existen toda una serie de estereotipos en torno al hijo menor. Se dan por válidos, infiriendo después, y asumiendo con frecuencia más tarde que es el preferido y, por lo tanto, el más mimado. A la par, hay diferentes mitos y leyendas en torno a esta figura que describen de manera distinta al hijo menor.
Es importante señalar que en el tema del hijo menor, como en otros tantos, no es conveniente generalizar. Lo determinante es el tipo de familia en el que nazca. Si la estructura familiar es amorosa y saludable, el más pequeño será objeto de cuidado y recibirá el beneficio de un entorno constructivo.
Si, por el contrario, hablamos de una familia disfuncional, el hijo menor podría convertirse en el depositario de diferentes formas de abuso. Su condición es más vulnerable que la de los demás, en tanto nace y crece en un entorno ya estructurado de una forma inadecuada. En esa medida, es posible que reciba no solo el peso de unos padres neuróticos, sino también de unos hermanos confusos.
El hijo menor y la mitología
El hijo menor ha ocupado un lugar determinante en diferentes historias, mitos y leyendas. En la Biblia, por ejemplo, los primeros hermanos de la historia son Caín y Abel. El menor era Abel y terminó siendo víctima de su hermano, que lo envidiaba por ser el preferido de Dios.
El hijo menor de Jacob (quien, dicho sea de paso, le compró la primogenitura a su hermano mayor, Esaú, por un plato de lentejas) era José. Este fue vendido por sus hermanos a unos mercaderes. Resentían que su padre lo prefiriera frente a los demás.
En la mitología grecorromana, Gea le encargó a su hijo menor, Saturno, la compleja tarea de castrar a su padre, Urano. Saturno lo hizo y con ello lo destronó. Después, temiendo que sus propios hijos hicieran lo mismo con él, decidió devorarlos tan pronto como nacían.
Júpiter, el menor de sus vástagos, fue salvado de ese destino. Y nuevamente aquí se repite el mito: Júpiter, o Zeus en Grecia, rescata a sus hermanos y adelanta una guerra contra su padre, Saturno. Al final lo vence y se convierte en el rey del Olimpo. Como vemos, en la mitología, el hijo menor tiene esa doble condición de víctima y de salvador.
El hijo menor en psicoanálisis
Sigmund Freud le dio una gran importancia al orden de nacimiento de los hijos. Pensaba que esto ejercía una gran influencia en la formación del carácter, los procesos identificatorios y la configuración de las neurosis. Observó que, con mucha frecuencia, el hijo mayor es el encargado de preservar las tradiciones de la generación anterior, mientras que el hijo menor es el descubridor de nuevos territorios.
Desde esta perspectiva, el hijo mayor es el que está destinado a identificarse con mayor fuerza con el padre. Es una identificación directa. El progenitor espera de este hijo en especial que sea su prolongación. Su papel es el de aliviar las heridas narcisistas del padre. Con frecuencia, se interpone entre este y los demás hijos. Quiere ser “único” en esa jerarquía.
En cambio, el hijo menor vive un proceso identificatorio más complejo. Es muy común que termine formando parte de los ideales narcisistas de la madre. O sea, convirtiéndose en el “producto ideal” de ella. Suele ser la fuerza que cuestiona las tradiciones y no se siente obligado a preservar nada. Así mismo, lleva más impresa dentro de sí la fantasía de suplantar al padre. Esto es precisamente lo que narran los mitos grecorromanos.
El hijo menor en la psicología
En la psicología se ha llegado a hablar incluso del “síndrome del hijo menor” como una realidad que se observa en muchas familias. Las madres tienden a ser sobreprotectoras con el más pequeño. Esto puede producir que se vuelvan más dependientes e inseguros.
También es habitual que siga sintiéndose y comportándose como un niño frágil, incluso en su vida adulta. Una crianza maternal sobreprotectora también lo lleva a sentir que los demás son los culpables de las situaciones negativas por las que pasan. Así mismo, presentan dificultad para distinguir la autonomía del desamparo.
Por contraste, el hijo menor suele ser más amplio de criterio y tolerante que los demás. Si bien le cuesta reafirmarse, también tiene más habilidades sociales para sortear diferencias y ser empático.
Si consiguen confiar más en su propio criterio y dejan de temer a la falta de apoyo, con toda seguridad se convierten en adultos maravillosos.